viernes, 28 de junio de 2013

BAJO LA LLUVIA

Esparció semillas de sueños
al viento
Germinaron entre sombras
y silencios
Hundieron sus raíces
en las nubes oscuras
bien lejos de la tierra fértil
y del agua profunda y pura
Semillas que eran tus ojos
Semillas que eran tus labios
Semillas que eran tus manos
Tan sólo es su cosecha la lluvia
Lluvia que llueve en sus ojos
Lluvia que llueve en sus labios
Lluvia que llueve en sus manos
Lluvia que llueve incesante
sobre un poeta cuyos versos
plagados de necias goteras
no son más que un mal tejado
aguantando como puede
la lluvia sobre (papel) mojado

domingo, 23 de junio de 2013

NUBE CON FORMA DE GATO

Qué podemos hacer con las nubes
sino esperar a que vengan
o se vayan y entonces
desearlas o aborrecerlas
atenderlas o ignorarlas
La culpa la tiene el viento
que juega con ellas
como un niño caprichoso
e incansable
Mas aquélla que vimos
con forma de gato
sigue en la memoria
inmóvil en su cielo
parada en mi tiempo
persistiendo tan sólo
*
¿o tenía forma de zapato?

jueves, 20 de junio de 2013

MARÍA Y EL SUR


 

Siempre adolezco de un enorme desaliento antes de comenzar una pintura.  Es una especie de aborrecimiento que al poco se desvanece, conforme va tomando forma y color la idea que ocupaba con anterioridad mi pensamiento y que mis manos van entregando de una manera, casi diría involuntaria, hasta el punto que yo mismo me sorprendo con su trabajo y, así,  me voy alimentando de lo hecho y tomando fuerzas a medida que avanzo, de modo que al ir terminando ni siquiera siento la necesidad de descansar y, cuando al fin dejo por concluido con alguna satisfacción el cuadro, me viene a derribar un agotamiento físico y mental del que tardo en recuperarme.  Ahora, el lienzo en blanco frente a mí me deslumbra como un potente haz de luz, cegando mis ojos y mi entendimiento, inmovilizando mis manos; normalmente, pueden pasar días antes de que la primer pincelada comience a neutralizar la nada que me paraliza, pero esta vez no tengo en mi interior la imagen que necesito y la tela intacta parece tragarme a cada instante.  Constantemente repaso mis últimas obras.  No pueden ser el final, aún no me siento del todo vacío; sin embargo, no encuentro nada que pueda pintar, no tengo nada que expresar.  El verdadero problema reside en que mi pintura no es una obligación, no pinto por encargo, lo hago únicamente para mí, sin responder a ninguna solicitud externa, sólo para acallar una inquietud propia, personal, y, precisamente por eso, verme incapaz de llegar a lo que necesito es una fuente de preocupación sumamente inquietante, angustiante, como ese blanco incansable que me interroga y al que no puedo responder.  Llega a mi mente la historia de aquél pintor que, convencido de su irremediable esterilidad artística, tituló “fin” y firmó su lienzo inmaculado, antes de acercar la cabeza a la tela y darse un disparo de pistola desde el lado contrario, dejando un orificio y la proyección de su sangre y otros restos como última obra, póstuma se podría decir, aunque ciertamente desagradable.  Pero yo no soy así; aparte de que la abstracción me deja bastante indiferente, siempre estoy buscando excusas para darme otra oportunidad, a lo que seguramente habrá que unir mi acostumbrada falta de coraje o incluso una cierta tendencia a mirar hacia otro lado, con tal de no ver mi propia insuficiencia; no obstante y por fortuna, siempre termino por tropezar con algo a mi alrededor que me llama a descubrir o entender o asumir y, finalmente, entregar, y para conseguirlo es inevitable entablar una encarnizada lucha conmigo mismo hasta que lo logro; hasta que la luz, el color, la forma, incluso el movimiento, la expresión, el sentimiento, queden impregnados en lo que antes era un vacío ensordecedor o, mejor dicho cegador, y que ahora, una vez más, me está desesperando.

Mis manos no se mueven porque mis ojos no ven, porque mi alma no siente y mi cabeza no responde; empiezo a creer que estoy acabado y, para descubrirlo definitivamente, he decidido huir, pero no con un arma; he decidido aceptar la invitación de mi amigo el poeta Sorensen e irme a vivir una temporada en el Sur, en su casa; quizá allí consiga pintar una brisa de levante o un minuto de pasión o de alegría o simplemente un trago de vino.

Solicitaré permiso en mi trabajo de profesor en la Escuela de Artes Plásticas, en el que realmente no creo porque pienso que no se puede enseñar a nadie lo que debe aprenderse por sí mismo. Está la técnica, la habilidad, incluso la constancia, pero sin destilar apenas una gota de talento todo es inútil; para crear algo de lo que se pueda decir que se acerca a una obra de arte es preciso algo más y ese algo más no se encuentra fuera de uno mismo, sino dentro, tan dentro y tan escondido que incluso es posible malgastar toda una vida sin haberlo encontrado, sin ni siquiera haberse acercado a su rastro, tan leve en algunas almas como la mía, sin ir más lejos.

Sorensen lleva unos tres años viviendo en el Sur y me ha escrito que, aunque su poesía no ha mejorado gran cosa –otro implacable autocrítico-, sí lo ha hecho, por el contrario, su percepción, a pesar del cambio radical de cultura, de forma de vida; dice que la luz es otra, que no es algo que se espere y que apenas llega; es que se infiltra por todos lados de tal manera que incluso las sombras son diferentes y hasta se alargan con elegancia por los callejones; que se refleja en la gente y se convierte en sonrisas, en ganas de cantar, en fiesta, en hoy y no mañana.

Mañana, ese otro lienzo en blanco estremecedor.

Durante el viaje, pienso que no sólo se trata de un viaje geográfico; en realidad puede tratarse también de un viaje hacia mi propio interior y me pregunto ¿para qué?, ¿qué podré descubrir de mí mismo en el Sur que no puedo encontrar en el Norte? Intentaré cambiar mi propia percepción de las cosas, cambiar el entendimiento que me da la impresión de la misma luz de la que vivo; de todos modos, el cansancio que he acumulado y la insistencia de Sorensen hacen que las dudas acerca de la decisión sean poco alentadoras de mi acostumbrada cobardía, aunque aquéllas hicieran acto de presencia a mi llegada a la Capital, donde no esperaba un frío tan contradictorio con mis expectativas y que aumentaron de peso durante la obligada visita al Museo Nacional, en el que la contemplación de las obras de los grandes maestros siempre me asesta un violento golpe de humildad, de terrible empequeñecimiento y de torpe inestabilidad bajo mis pies, ya de por sí bastante inseguros.  Habría emprendido el regreso de inmediato de no ser por el deseo, ahora irrefrenable, de ver con mis propios ojos la luz con que aquél pintor local iluminaba su mundo y, ¿por qué no decirlo?, aun aceptando mis muchas limitaciones, comprobar el efecto que pudiera producir en mí, en mis manos, en este insignificante mundo mío de pintor que acostumbro a imaginar como un mero punto comparado con una línea interminable y que demuestra muy gráficamente la diferencia entre lo que deseo y lo que consigo.  En momentos como éstos, les diría a mis alumnos que no siguieran regla ni procedimiento alguno, que se asomaran al mundo y al tiempo con ojos y manos abiertas; que cualquiera de los errores que pudieran cometer probablemente les enseñaría infinitamente más que ninguna de mis clases; que fueran libres y honestos consigo mismos y que intentaran, al menos, amar cuanto se propusieran hacer.

Los primeros días los pasamos Sorensen y yo como cuando éramos estudiantes, corriendo de pueblo en pueblo, de playa en playa y de taberna en taberna hasta el día en que había de llegar María, su compañía de entonces.  Encontré que Sorensen había cambiado, que se había aficionado demasiado a la bebida y supongo que a alguna otra sustancia, dejando de lado la escritura, pero no quise saber más.  Me imaginé, al pasar de un tiempo, a un Sorensen deshecho llamando a mi puerta en demanda de ayuda, una vez dilapidado el dinero de su familia y me pregunté si podría asumir esa carga o si me excusaría de alguna forma; supongo que dependerá de la sinceridad y desesperación de su petición.

Definitivamente Sorensen había perdido muchas de sus cualidades, pero no la atracción y encanto que solía producir en las mujeres; pude comprobarlo cuando apareció María, caminando como una gata y sonriendo como la espuma del mar.  Como si me hubiera partido un rayo, quedé dividido en dos: en el que había sido hasta entonces y en el que sería después de conocerla.  Esa misma noche me encendí como un adolescente escuchando los sonidos que se escapaban apenas de puntillas de la habitación de Sorensen, deseando estar en su lugar, sufriendo por no estarlo, y no logré conciliar el sueño hasta que la fatiga me lo impuso cuando sólo faltaba un suspiro para amanecer.

No fue preciso buscar demasiado, ni demasiado profundamente para hallar alguna respuesta a mis inquietudes; el paisaje, las gentes, la luz, la vitalidad, las risas, aquel tiempo unido al anhelo de agradar, por no decir seducir, a María, penetró alegremente y sin esfuerzo en mi ánimo y pinté olvidando mis ataduras mentales, mis incapacidades, mis agotamientos.

Pinté entonces varias acuarelas; pinté playas de arena rubia y conchas marinas de mil formas imaginadas; noches morenas de luna llena y de estrellas perdidas y mañanas que se escapaban descalzas de las alcobas; pinté pueblos blancos tallados en el cielo y el vuelo inmóvil de sábanas blancas tendidas al tiempo; pinté girasoles bailando borrachos de luz reverberante; pinté incluso una esquina de claveles rojos y sombras de guitarra; pinté sueños al borde de un ocaso ensangrentado de vino tinto que se derramaba por el horizonte y calles ya vacías de pasos, pero llenas de recuerdos hasta los bordes; pinté caminos que se perdían sin llegar a ningún sitio y barcas varadas en una orilla olvidada del viento. Pero quería pintar a María.  Pintar a María en mis ojos, en mis labios, en mis manos, en mi vida.

Al contrario que Sorensen, me resulta casi imposible transmitir mis emociones, o quizás debería decir intenciones, sobre todo a las personas que me importan; torpeza que se multiplica ridículamente en relación con las mujeres, tanto más cuanto más me atraen, y espero a que éstas las deduzcan de pequeños gestos, de detalles insignificantes, de veladas insinuaciones lo bastante neutras como para no ser interpretadas de forma excesivamente directa y que normalmente se demuestran absolutamente inútiles; supongo que les resulta sumamente fácil no tener que molestarse en rechazarme, es suficiente con seguir de largo, como si nada, sin percibir siquiera las frágiles trampas que les tiendo. Y ninguno de estos gestos, ninguna de mis sonrisas ni de mis pobres palabras, afectadas de intensa y, por ello, adulterada -me temo- amabilidad y educación, que suelen interpretarse para mi desgracia como frialdad, ninguna de mis precarias trampas, lograron atrapar a María, tal como me hubiera gustado, tal como deseaba, a pesar de mi amistad con Sorensen; al fin y al cabo, él pronto se olvidaría o encontraría otra preciosa sonrisa con la que entretenerse, mientras que yo creía, como un crío, que no había otros ojos como aquéllos ni en el espacio ni en el tiempo.

Unos días de viento fuerte y lluvia me permiten conseguir que María, e incluso Sorensen, sólo tangencialmente interesados en mi pintura, insistan en que ella pose como modelo para mí; al principio he tomado la idea intencionadamente como una broma para ir dejando que mi negativa amable y nada convencida se vaya convirtiendo en una templada seducción, hasta lograr precisamente lo que yo quería, casi sin esfuerzo por mi parte.

Primero, el encaje suave y delicado en el papel especialmente escogido, como si el lápiz fuera la yema de los dedos acariciando cada línea de su rostro, con especial detenimiento en sus ojos, sus cejas, en los cabellos que le caen sobre la frente, en sus labios, sobre todo en sus labios no totalmente cerrados.  No sólo un esbozo, varios, muchos, todos cuantos fueran necesarios para retenerla junto a mí un minuto más.  Luego, la aguada en las sombras principales para sentar la base de la expresión y el fundamento del volumen aparente.  A continuación las primeras aguadas de color, que irán dejando también su sitio a la luz y a los brillos, en contraste con las pinceladas de trazo más oscuro.  Después, aguada tras aguada de color, hasta llegar a la definición, tan despacio como puedo.  María intenta ver el retrato, pero no se lo permito hasta que esté terminado, en una especie de juego de niños para mantener despierto el interés aunque, evidentemente, no lo consigo a propósito; al mostrárselo se ríe, se ríe abandonando una huella de vergüenza infantil y me dice que no es ella.  Y tiene razón, no es ella tal como es, es ella tal como yo la veo, como yo quiero verla; la María del retrato me ama, me necesita, me mira como si no hubiera nada más en el mundo.

No es ella.

Esperaba, de alguna forma, que al ver el cuadro se desvelara ante sus ojos todo cuanto yo sentía, pero no fue así, convirtiendo ese momento de esperanza en una bofetada de desánimo y frustración que me hicieron odiar mis propias manos incompetentes.  Sorensen, que, en un principio apoyó la idea y hasta animó a María para que se prestara a posar como modelo, se muestra ahora receloso e inquieto, molesto por mi excesiva tardanza, por mi deliberada y poco confesable minuciosidad; al contemplar él mismo el cuadro creo que me ha descubierto y pienso que he subestimado el hecho de que quizá me conozca demasiado bien; ha empezado a comportarse con excesivo desdén y, casi diría desprecio, hacia María y muestra una inusual frialdad conmigo; hace lo que María más detesta y ésta se desespera cada vez más.  Discuten, discuten incluso fuertemente cuando no estoy presente, aunque alcanzo a escuchar sus mutuos reproches poniendo más bien poca intención por evitarlo y descubro que la tensión en la que están dejando ir sus emociones viene de largo, de un momento anterior a mi llegada, si bien ésta puede haber empeorado la situación, sobre todo desde la perspectiva de un Sorensen que se sienta traicionado y cuestionado en su posición hegemónica, pese a que María es totalmente indiferente a mí, a mis deseos, a que es impermeable a mi voluntad.  María está entregada, pero para Sorensen se trata solamente del último objeto de su colección, así que creo que es cuestión de tiempo que el delicado equilibrio en el que se encuentra el común de sus vidas se rompa definitivamente, hipótesis que no impide cierta sensación de indignación e incomprensión: indignación por la actitud de Sorensen hacia una María a la que yo besaría los pies aunque me golpeara con ellos e incomprensión por la falta de orgullo de María al permitir a Sorensen un trato tan poco considerado hacia ella.

Reconozco que me aparté de aquel fuego cruzado y oculté mis sentimientos bajo gruesas capas de indiferencia forzada, como sólo un cobarde sabe hacer o como un desdichado idealista que renuncia a intentar lo que es imposible, fraguando, de paso, una intensa sensación de fracaso y de tristeza.

No me fue muy difícil excusarme y adelantar apenas en una semana mi regreso al frío del Norte, cargado con toda la luz que había logrado calentar mi espíritu; sin embargo, me iba habiendo perdido más de lo que había ganado; me llevaba unas cuantas telas en las que la claridad y el color habían tomado carta de naturaleza, logrando acallar el silencio de mi pintura siempre tan oscura, pero dejaba unos ojos negros que destilaban luz, verdadera luz, y que no tendrían ni siquiera motivos para recordarme; me llevaba conmigo el Sur, pero no a María.

No a María.

Ahora volveré al frío y a la persistente lluvia del Norte, a mis acostumbrados  y periódicos vacíos deslumbrantes; volveré a enseñarles a mis alumnos el camino que otros siguieron para intentar que sigan el suyo propio; expondré los cuadros que me traje del Sur con mayor éxito del que esperaba, vendiendo incluso alguno de ellos; pero guardaré uno, al que volveré una y otra vez, a pesar de estar inconcluso, no queriendo terminarlo aunque sea de memoria, porque conservaré la estúpida esperanza de poder hacerlo de igual forma que lo había comenzado, con María presente; le dedicaré mi contemplación todas las noches como una especie de ritual que pretenda unir el recuerdo con un designio que nunca habrá de cumplirse.

Nunca se cumplirá porque después de hablar con Sorensen y comunicarme, tal como era previsible, que ya no están juntos y de preguntarle con gran embarazo por mi parte, argumentando la falsa excusa de enviarle el retrato como regalo a María, éste me ha respondido, no sé si de forma totalmente sincera, que no conserva forma alguna de contactar con ella.  Sorprendentemente, no puedo guardarle rencor a mi amigo y encuentro preferible haber tenido mala suerte.

En este mismo instante, al tiempo que escucho la lluvia caer en la calle, observo el recuerdo que mis propias manos acariciaron, esos ojos negros que me miran envueltos en mi propio deseo y suelto a volar mis sueños en todas direcciones, sabiendo que se perderán irremisiblemente por el camino…María…María…¿dónde estás, María?.