Siempre adolezco de un enorme desaliento
antes de comenzar una pintura. Es una
especie de aborrecimiento que al poco se desvanece, conforme va tomando forma y
color la idea que ocupaba con anterioridad mi pensamiento y que mis manos van
entregando de una manera, casi diría involuntaria, hasta el punto que yo mismo
me sorprendo con su trabajo y, así, me
voy alimentando de lo hecho y tomando fuerzas a medida que avanzo, de modo que
al ir terminando ni siquiera siento la necesidad de descansar y, cuando al fin
dejo por concluido con alguna satisfacción el cuadro, me viene a derribar un
agotamiento físico y mental del que tardo en recuperarme. Ahora, el lienzo en blanco frente a mí me
deslumbra como un potente haz de luz, cegando mis ojos y mi entendimiento,
inmovilizando mis manos; normalmente, pueden pasar días antes de que la primer
pincelada comience a neutralizar la nada que me paraliza, pero esta vez no
tengo en mi interior la imagen que necesito y la tela intacta parece tragarme a
cada instante. Constantemente repaso mis
últimas obras. No pueden ser el final,
aún no me siento del todo vacío; sin embargo, no encuentro nada que pueda
pintar, no tengo nada que expresar. El
verdadero problema reside en que mi pintura no es una obligación, no pinto por
encargo, lo hago únicamente para mí, sin responder a ninguna solicitud externa,
sólo para acallar una inquietud propia, personal, y, precisamente por eso,
verme incapaz de llegar a lo que necesito es una fuente de preocupación
sumamente inquietante, angustiante, como ese blanco incansable que me interroga
y al que no puedo responder. Llega a mi
mente la historia de aquél pintor que, convencido de su irremediable
esterilidad artística, tituló “fin” y firmó su lienzo inmaculado, antes de
acercar la cabeza a la tela y darse un disparo de pistola desde el lado
contrario, dejando un orificio y la proyección de su sangre y otros restos como
última obra, póstuma se podría decir, aunque ciertamente desagradable. Pero yo no soy así; aparte de que la
abstracción me deja bastante indiferente, siempre estoy buscando excusas para
darme otra oportunidad, a lo que seguramente habrá que unir mi acostumbrada falta
de coraje o incluso una cierta tendencia a mirar hacia otro lado, con tal de no
ver mi propia insuficiencia; no obstante y por fortuna, siempre termino por tropezar
con algo a mi alrededor que me llama a descubrir o entender o asumir y,
finalmente, entregar, y para conseguirlo es inevitable entablar una encarnizada
lucha conmigo mismo hasta que lo logro; hasta que la luz, el color, la forma,
incluso el movimiento, la expresión, el sentimiento, queden impregnados en lo
que antes era un vacío ensordecedor o, mejor dicho cegador, y que ahora, una
vez más, me está desesperando.
Mis manos no se mueven porque mis ojos
no ven, porque mi alma no siente y mi cabeza no responde; empiezo a creer que
estoy acabado y, para descubrirlo definitivamente, he decidido huir, pero no
con un arma; he decidido aceptar la invitación de mi amigo el poeta Sorensen e
irme a vivir una temporada en el Sur, en su casa; quizá allí consiga pintar una
brisa de levante o un minuto de pasión o de alegría o simplemente un trago de
vino.
Solicitaré permiso en mi trabajo de
profesor en la Escuela de Artes Plásticas, en el que realmente no creo porque pienso
que no se puede enseñar a nadie lo que debe aprenderse por sí mismo. Está la
técnica, la habilidad, incluso la constancia, pero sin destilar apenas una gota
de talento todo es inútil; para crear algo de lo que se pueda decir que se
acerca a una obra de arte es preciso algo más y ese algo más no se encuentra
fuera de uno mismo, sino dentro, tan dentro y tan escondido que incluso es
posible malgastar toda una vida sin haberlo encontrado, sin ni siquiera haberse
acercado a su rastro, tan leve en algunas almas como la mía, sin ir más lejos.
Sorensen lleva unos tres años viviendo
en el Sur y me ha escrito que, aunque su poesía no ha mejorado gran cosa –otro
implacable autocrítico-, sí lo ha hecho, por el contrario, su percepción, a
pesar del cambio radical de cultura, de forma de vida; dice que la luz es otra,
que no es algo que se espere y que apenas llega; es que se infiltra por todos
lados de tal manera que incluso las sombras son diferentes y hasta se alargan
con elegancia por los callejones; que se refleja en la gente y se convierte en
sonrisas, en ganas de cantar, en fiesta, en hoy y no mañana.
Mañana, ese otro lienzo en blanco estremecedor.
Durante el viaje, pienso que no sólo se
trata de un viaje geográfico; en realidad puede tratarse también de un viaje
hacia mi propio interior y me pregunto ¿para qué?, ¿qué podré descubrir de mí
mismo en el Sur que no puedo encontrar en el Norte? Intentaré cambiar mi propia
percepción de las cosas, cambiar el entendimiento que me da la impresión de la
misma luz de la que vivo; de todos modos, el cansancio que he acumulado y la
insistencia de Sorensen hacen que las dudas acerca de la decisión sean poco
alentadoras de mi acostumbrada cobardía, aunque aquéllas hicieran acto de
presencia a mi llegada a la Capital, donde no esperaba un frío tan
contradictorio con mis expectativas y que aumentaron de peso durante la
obligada visita al Museo Nacional, en el que la contemplación de las obras de
los grandes maestros siempre me asesta un violento golpe de humildad, de terrible
empequeñecimiento y de torpe inestabilidad bajo mis pies, ya de por sí bastante
inseguros. Habría emprendido el regreso
de inmediato de no ser por el deseo, ahora irrefrenable, de ver con mis propios
ojos la luz con que aquél pintor local iluminaba su mundo y, ¿por qué no
decirlo?, aun aceptando mis muchas limitaciones, comprobar el efecto que pudiera
producir en mí, en mis manos, en este insignificante mundo mío de pintor que acostumbro
a imaginar como un mero punto comparado con una línea interminable y que
demuestra muy gráficamente la diferencia entre lo que deseo y lo que consigo. En momentos como éstos, les diría a mis
alumnos que no siguieran regla ni procedimiento alguno, que se asomaran al mundo
y al tiempo con ojos y manos abiertas; que cualquiera de los errores que
pudieran cometer probablemente les enseñaría infinitamente más que ninguna de mis
clases; que fueran libres y honestos consigo mismos y que intentaran, al menos,
amar cuanto se propusieran hacer.
Los primeros días los pasamos Sorensen y
yo como cuando éramos estudiantes, corriendo de pueblo en pueblo, de playa en
playa y de taberna en taberna hasta el día en que había de llegar María, su
compañía de entonces. Encontré que
Sorensen había cambiado, que se había aficionado demasiado a la bebida y
supongo que a alguna otra sustancia, dejando de lado la escritura, pero no
quise saber más. Me imaginé, al pasar de
un tiempo, a un Sorensen deshecho llamando a mi puerta en demanda de ayuda, una
vez dilapidado el dinero de su familia y me pregunté si podría asumir esa carga
o si me excusaría de alguna forma; supongo que dependerá de la sinceridad y
desesperación de su petición.
Definitivamente Sorensen había perdido
muchas de sus cualidades, pero no la atracción y encanto que solía producir en
las mujeres; pude comprobarlo cuando apareció María, caminando como una gata y
sonriendo como la espuma del mar. Como
si me hubiera partido un rayo, quedé dividido en dos: en el que había sido
hasta entonces y en el que sería después de conocerla. Esa misma noche me encendí como un
adolescente escuchando los sonidos que se escapaban apenas de puntillas de la
habitación de Sorensen, deseando estar en su
lugar, sufriendo por no estarlo, y no logré conciliar el sueño hasta que la
fatiga me lo impuso cuando sólo faltaba un suspiro para amanecer.
No fue preciso buscar demasiado, ni
demasiado profundamente para hallar alguna respuesta a mis inquietudes; el
paisaje, las gentes, la luz, la vitalidad, las risas, aquel tiempo unido al
anhelo de agradar, por no decir seducir, a María, penetró alegremente y sin
esfuerzo en mi ánimo y pinté olvidando mis ataduras mentales, mis
incapacidades, mis agotamientos.
Pinté entonces varias acuarelas; pinté
playas de arena rubia y conchas marinas de mil formas imaginadas; noches
morenas de luna llena y de estrellas perdidas y mañanas que se escapaban
descalzas de las alcobas; pinté pueblos blancos tallados en el cielo y el vuelo
inmóvil de sábanas blancas tendidas al tiempo; pinté girasoles bailando
borrachos de luz reverberante; pinté incluso una esquina de claveles rojos y sombras
de guitarra; pinté sueños al borde de un ocaso ensangrentado de vino tinto que
se derramaba por el horizonte y calles ya vacías de pasos, pero llenas de
recuerdos hasta los bordes; pinté caminos que se perdían sin llegar a ningún
sitio y barcas varadas en una orilla olvidada del viento. Pero quería pintar a
María. Pintar a María en mis ojos, en
mis labios, en mis manos, en mi vida.
Al contrario que Sorensen, me resulta
casi imposible transmitir mis emociones, o quizás debería decir intenciones,
sobre todo a las personas que me importan; torpeza que se multiplica
ridículamente en relación con las mujeres, tanto más cuanto más me atraen, y
espero a que éstas las deduzcan de pequeños gestos, de detalles insignificantes,
de veladas insinuaciones lo bastante neutras como para no ser interpretadas de
forma excesivamente directa y que normalmente se demuestran absolutamente inútiles;
supongo que les resulta sumamente fácil no tener que molestarse en rechazarme,
es suficiente con seguir de largo, como si nada, sin percibir siquiera las frágiles
trampas que les tiendo. Y ninguno de estos gestos, ninguna de mis sonrisas ni
de mis pobres palabras, afectadas de intensa y, por ello, adulterada -me temo- amabilidad
y educación, que suelen interpretarse para mi desgracia como frialdad, ninguna
de mis precarias trampas, lograron atrapar a María, tal como me hubiera
gustado, tal como deseaba, a pesar de mi amistad con Sorensen; al fin y al
cabo, él pronto se olvidaría o encontraría otra preciosa sonrisa con la que
entretenerse, mientras que yo creía, como un crío, que no había otros ojos como
aquéllos ni en el espacio ni en el tiempo.
Unos días de viento fuerte y lluvia me
permiten conseguir que María, e incluso Sorensen, sólo tangencialmente
interesados en mi pintura, insistan en que ella pose como modelo para mí; al
principio he tomado la idea intencionadamente como una broma para ir dejando
que mi negativa amable y nada convencida se vaya convirtiendo en una templada
seducción, hasta lograr precisamente lo que yo quería, casi sin esfuerzo por mi
parte.
Primero, el encaje suave y delicado en
el papel especialmente escogido, como si el lápiz fuera la yema de los dedos
acariciando cada línea de su rostro, con especial detenimiento en sus ojos, sus
cejas, en los cabellos que le caen sobre la frente, en sus labios, sobre todo en
sus labios no totalmente cerrados. No
sólo un esbozo, varios, muchos, todos cuantos fueran necesarios para retenerla
junto a mí un minuto más. Luego, la
aguada en las sombras principales para sentar la base de la expresión y el
fundamento del volumen aparente. A
continuación las primeras aguadas de color, que irán dejando también su sitio a
la luz y a los brillos, en contraste con las pinceladas de trazo más
oscuro. Después, aguada tras aguada de
color, hasta llegar a la definición, tan despacio como puedo. María intenta ver el retrato, pero no se lo
permito hasta que esté terminado, en una especie de juego de niños para
mantener despierto el interés aunque, evidentemente, no lo consigo a propósito;
al mostrárselo se ríe, se ríe abandonando una huella de vergüenza infantil y me
dice que no es ella. Y tiene razón, no
es ella tal como es, es ella tal como yo la veo, como yo quiero verla; la María
del retrato me ama, me necesita, me mira como si no hubiera nada más en el
mundo.
No es ella.
Esperaba, de alguna forma, que al ver el
cuadro se desvelara ante sus ojos todo cuanto yo sentía, pero no fue así,
convirtiendo ese momento de esperanza en una bofetada de desánimo y frustración
que me hicieron odiar mis propias manos incompetentes. Sorensen, que, en un principio apoyó la idea y
hasta animó a María para que se prestara a posar como modelo, se muestra ahora
receloso e inquieto, molesto por mi excesiva tardanza, por mi deliberada y poco
confesable minuciosidad; al contemplar él mismo el cuadro creo que me ha
descubierto y pienso que he subestimado el hecho de que quizá me conozca
demasiado bien; ha empezado a comportarse con excesivo desdén y, casi diría
desprecio, hacia María y muestra una inusual frialdad conmigo; hace lo que
María más detesta y ésta se desespera cada vez más. Discuten, discuten incluso fuertemente cuando
no estoy presente, aunque alcanzo a escuchar sus mutuos reproches poniendo más
bien poca intención por evitarlo y descubro que la tensión en la que están
dejando ir sus emociones viene de largo, de un momento anterior a mi llegada,
si bien ésta puede haber empeorado la situación, sobre todo desde la
perspectiva de un Sorensen que se sienta traicionado y cuestionado en su
posición hegemónica, pese a que María es totalmente indiferente a mí, a mis
deseos, a que es impermeable a mi voluntad. María está entregada, pero para Sorensen se
trata solamente del último objeto de su colección, así que creo que es cuestión
de tiempo que el delicado equilibrio en el que se encuentra el común de sus
vidas se rompa definitivamente, hipótesis que no impide cierta sensación de
indignación e incomprensión: indignación por la actitud de Sorensen hacia una
María a la que yo besaría los pies aunque me golpeara con ellos e incomprensión
por la falta de orgullo de María al permitir a Sorensen un trato tan poco
considerado hacia ella.
Reconozco que me aparté de aquel fuego
cruzado y oculté mis sentimientos bajo gruesas capas de indiferencia forzada,
como sólo un cobarde sabe hacer o como un desdichado idealista que renuncia a
intentar lo que es imposible, fraguando, de paso, una intensa sensación de
fracaso y de tristeza.
No me fue muy difícil excusarme y
adelantar apenas en una semana mi regreso al frío del Norte, cargado con toda
la luz que había logrado calentar mi espíritu; sin embargo, me iba habiendo perdido
más de lo que había ganado; me llevaba unas cuantas telas en las que la claridad
y el color habían tomado carta de naturaleza, logrando acallar el silencio de
mi pintura siempre tan oscura, pero dejaba unos ojos negros que destilaban luz,
verdadera luz, y que no tendrían ni siquiera motivos para recordarme; me
llevaba conmigo el Sur, pero no a María.
No a María.
Ahora volveré al frío y a la persistente
lluvia del Norte, a mis acostumbrados y
periódicos vacíos deslumbrantes;
volveré a enseñarles a mis alumnos el camino que otros siguieron para intentar
que sigan el suyo propio; expondré los cuadros que me traje del Sur con mayor
éxito del que esperaba, vendiendo incluso alguno de ellos; pero guardaré uno,
al que volveré una y otra vez, a pesar de estar inconcluso, no queriendo
terminarlo aunque sea de memoria, porque conservaré la estúpida esperanza de
poder hacerlo de igual forma que lo había comenzado, con María presente; le
dedicaré mi contemplación todas las noches como una especie de ritual que
pretenda unir el recuerdo con un designio que nunca habrá de cumplirse.
Nunca se cumplirá porque después de
hablar con Sorensen y comunicarme, tal como era previsible, que ya no están
juntos y de preguntarle con gran embarazo por mi parte, argumentando la falsa excusa
de enviarle el retrato como regalo a María, éste me ha respondido, no sé si de
forma totalmente sincera, que no conserva forma alguna de contactar con ella. Sorprendentemente, no puedo guardarle rencor
a mi amigo y encuentro preferible haber tenido mala suerte.
En este mismo instante, al tiempo que escucho
la lluvia caer en la calle, observo el recuerdo que mis propias manos
acariciaron, esos ojos negros que me miran envueltos en mi propio deseo y
suelto a volar mis sueños en todas direcciones, sabiendo que se perderán
irremisiblemente por el camino…María…María…¿dónde estás, María?.